Milagrosamente cocinero
Una de las cualidades que
seducen a las chicas es que su hombre sepa cocinar. Un hombre exquisito con los
aromas de las hierbas y las frutas, un conocedor de los distintos tipos de
verduras y tubérculos, alguien que sabe medir virtuosamente el punto exacto de
los condimentos y cocciones. Además, si este cocinero es apuesto y encima cocina
desnudo, sin más prenda que un mandil, pues con ese definitivamente se casan,
porque que un hombre cocine significa para una mujer una muestra de amor,
cariño, sutileza y hasta de cero machismo. A mí no me sirve mucho estar
enterado de esto. Cocinar no es mi sex
appeal…
Muy tarde mi madre ha concluido
que me hizo daño al no dejarme entrar jamás en ese laboratorio de sazones que
es la cocina. Se tomó muy a pecho eso de que un hijo debe dedicarse a estudiar
y creyó que yo estudiaba todo el tiempo cuando en realidad me pasé de vago
leyendo novelas. Mis tres hermanos que no tuvieron tanto gusto por la
literatura sí terminaron cultivando cada quien su estilo culinario. Por eso cuando
me quedaba solo en casa, me dedicaba a esperar que uno de ellos o mi mamá
llegará para sacarme de mi estado de inanición.
—¡Acaso no sabes abrir la
refrigeradora y ver qué hay para que te prepares! —me increpaban.
—Abrir sé, pero ahí me quedo
—respondía.
—¡Flojo!
Y así fueron pasando los años y
hasta sentí un estúpido orgullo por no saber cocinar. Me consideraba un tipo
especial, o en todo caso me reía de mí mismo contando todas las veces en que
los huevos fritos me salieron como galletas. Hasta que me enamoré de una chica cuya
primera exigencia era que supiera cocinar. Yo me rebelé:
—Yo soy así —le advertí—. No sé
cocinar y no me importa aprender. Si me quieres así, pues bien; sino, te puedes
ir.
—Okey. Me voy.
Eso no me lo esperaba. Tenía un
poder tan fuerte sobre mí que tuve que pedirle de rodillas que no se fuera, que
aprendería a cocinar a como dé lugar. Y así fue. Ella misma se convirtió en mi
maestra. Me ha enseñado en primer lugar a saber ir al mercado. Todo un mundo
para mí. Fue como hundirse en el Nautilus y conocer variedades de peces, pero
muertos, listos para el ceviche o el sudado. Aprendí que al pollero hay que observarlo
bien para que no se quede con las menudencias ni con las patitas. Supe por fin
lo que es una papa huairo y a escoger bien las zanahorias. Después, descubrí que
cocinar toma su tiempo, que no hay comida que se haga en diez minutos como en
los programas de televisión, que un buen cocinero sabe cultivar la paciencia y
disfruta hasta de los sonidos que hace la sartén cuando se fríen ciertos
alimentos. Aprendí que hay que saber degustar, que hay que cortar con cuidado y
no como una bestia, que hay que tratar con cariño a los tomates, a ser cauteloso
con los huevos, que hay que apurarse con la cebolla y que hay que regular el
fuego siempre.
Hasta ahora he cocinado, con la
asesoría de mi chica, tallarines rojos —mi plato favorito, además de los verdes—
y arroz chaufa. No digo que ya me salen super bien. En verdad, todavía dudo si
podré hacerlo solo. Sin embargo, los primeros pasos ya fueron dados. Es un milagro...
César Antonio Chumbiauca
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