Gasparines
Hace frío. El Otoño desviste a señores y damas que tienen tronco de leña; el cielo ha vuelto ha deprimirse; el mar exhala un vaho que hiela las manos, las mejillas…
Los fantasmas recorren las calles sin ser cautelosos; tropiezan, se disculpan, y siguen su trayecto. Ellos aman este clima tétrico. Buscan un lúgubre castillo; pero, tontos, aquí no hay castillos, ni casas habitadas por arañas empolvadas y huéspedes sin más cuerpo que únicamente huesos.
Yo los veo a través de la neblina, los veo aunque no soy un fantasma. Curiosamente, ellos no me ven a mí. Voy tras ellos, sigiloso, hasta estar cerca. Una vez llegado, silbo, tarareo, canto fúnebremente; los espectros me escuchan, se estremecen, se sacuden (porque no pueden temblar), se atormentan con los sonidos que emito; con mi voz de corista sórdido, y jamás querido por oído alguno sobre la faz de la Tierra. Despavoridos, los tontos fantasmas vuelan raudamente, refugiándose dentro del madero de un árbol, o sumergiéndose en el asfalto. Yo río a carcajadas; soy un pillo que jode a seres sobrenaturales que ningún daño me han hecho.
Cuando ceso de reír, veo una silueta blanca salir, tímida, del árbol; otra silueta, en forma de cabeza transparente, se asoma desde el asfalto. Veo a los espectros aparecerse desde sus escondites y reunirse totalmente lelos por mi travesura.
Cuando me preparo a reproducir sonidos escalofriantes nuevamente, de pronto una mano huesuda cae sepulcralmente sobre uno de mis hombros, y una voz, acercándose a mi oído, pronuncia: ¡¡buh!!
“¡¡ahh!!”, grito asustado. Doy un brinco; tengo los nervios de punta y la piel peor que la de un pollo calato. Volteó a mirar qué oscuro monstruo ha venido a llevarse mi alma; pero resulta que no es ningún monstruo: es la atorrante de la Flaca.
¡Te asusté, Monse! —me dice, cachosamente.
Quizá he brincado como una mariquita. Estoy avergonzado. Me siento picón. La Flaca siempre encuentra el modo de fregarme, y uno de sus modos preferidos es asustándome. Cuando, por el contrario, soy yo quien intenta darle un susto, ella adivina mis pasos, los huele, los presiente, y me dice: “Monse, sé que estás detrás de mí tratando de hacer tu ¡buh! de niñita. ¿Por qué mejor no practicas asustando fantasmas? Quizá a ellos si puedas traumar”.
La miro rencorosamente. Es una mujer tabloide que solo sabe hacer de las suyas conmigo. Le tengo odio, mucho odio; sin embargo, por dentro, en lo más profundo de mi ser, acaso entre el corazón y el hígado, o detrás de los riñones, me simpatiza, y jamás quisiera dejar de ser su amigo (o enemigo).
¡Sí te asusté, Monse! — dice nuevamente, y se ríe.
De repente escucho murmullos, risitas a parte de las de la Flaca… ¡Vengo a darme cuenta que los niños fantasmas sí me ven! Son gasparines diabólicos que se burlan de mí, que se carcajean, que se tiran al suelo y golpean con sus manos; son exagerados, locos, terribles… ¡Por favor, cállenlos!
Los fantasmas recorren las calles sin ser cautelosos; tropiezan, se disculpan, y siguen su trayecto. Ellos aman este clima tétrico. Buscan un lúgubre castillo; pero, tontos, aquí no hay castillos, ni casas habitadas por arañas empolvadas y huéspedes sin más cuerpo que únicamente huesos.
Yo los veo a través de la neblina, los veo aunque no soy un fantasma. Curiosamente, ellos no me ven a mí. Voy tras ellos, sigiloso, hasta estar cerca. Una vez llegado, silbo, tarareo, canto fúnebremente; los espectros me escuchan, se estremecen, se sacuden (porque no pueden temblar), se atormentan con los sonidos que emito; con mi voz de corista sórdido, y jamás querido por oído alguno sobre la faz de la Tierra. Despavoridos, los tontos fantasmas vuelan raudamente, refugiándose dentro del madero de un árbol, o sumergiéndose en el asfalto. Yo río a carcajadas; soy un pillo que jode a seres sobrenaturales que ningún daño me han hecho.
Cuando ceso de reír, veo una silueta blanca salir, tímida, del árbol; otra silueta, en forma de cabeza transparente, se asoma desde el asfalto. Veo a los espectros aparecerse desde sus escondites y reunirse totalmente lelos por mi travesura.
Cuando me preparo a reproducir sonidos escalofriantes nuevamente, de pronto una mano huesuda cae sepulcralmente sobre uno de mis hombros, y una voz, acercándose a mi oído, pronuncia: ¡¡buh!!
“¡¡ahh!!”, grito asustado. Doy un brinco; tengo los nervios de punta y la piel peor que la de un pollo calato. Volteó a mirar qué oscuro monstruo ha venido a llevarse mi alma; pero resulta que no es ningún monstruo: es la atorrante de la Flaca.
¡Te asusté, Monse! —me dice, cachosamente.
Quizá he brincado como una mariquita. Estoy avergonzado. Me siento picón. La Flaca siempre encuentra el modo de fregarme, y uno de sus modos preferidos es asustándome. Cuando, por el contrario, soy yo quien intenta darle un susto, ella adivina mis pasos, los huele, los presiente, y me dice: “Monse, sé que estás detrás de mí tratando de hacer tu ¡buh! de niñita. ¿Por qué mejor no practicas asustando fantasmas? Quizá a ellos si puedas traumar”.
La miro rencorosamente. Es una mujer tabloide que solo sabe hacer de las suyas conmigo. Le tengo odio, mucho odio; sin embargo, por dentro, en lo más profundo de mi ser, acaso entre el corazón y el hígado, o detrás de los riñones, me simpatiza, y jamás quisiera dejar de ser su amigo (o enemigo).
¡Sí te asusté, Monse! — dice nuevamente, y se ríe.
De repente escucho murmullos, risitas a parte de las de la Flaca… ¡Vengo a darme cuenta que los niños fantasmas sí me ven! Son gasparines diabólicos que se burlan de mí, que se carcajean, que se tiran al suelo y golpean con sus manos; son exagerados, locos, terribles… ¡Por favor, cállenlos!
César A.
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Un post divertido