Por uno por uno

      Yo sé que él está orgulloso de mí, aunque no lleve su apellido y aunque no viva con él. Ya tengo veintiún años. A mi edad él ya tenía un pequeño de más o menos cuatro años, algo llorón, sí, no lo niego, y que apenas sabía hacerse las orejas de conejo para anudarse los zapatos.

      César Gustavo Torres Zevallos, mi viejo, que nunca me ha parecido viejo. “¡Pero si con tu padre no se puede hablar nunca en serio!”, se queja de él mi tía Rosa. Siempre casi está bromeando, hasta sus canas de entrado en los cuarenta parecen una broma. Me divierto cuando cuenta cómo le enseñó a mi tía Carolina a caminar, cuando era una niña de apenas año y medio de edad. La ponía en medio de la pista y esperaba que viniera el ómnibus de la ENATRU, entonces la pobre se paraba y no solamente caminaba, sino que corría por su vida hasta llegar a la vereda. Felizmente mi padre no aplicó esos métodos conmigo.

      Vivía con él en la pequeña casa del abuelito Torres. A nosotros nos tocaba la cama de arriba en el camarote que compartíamos con mi tía. Allí, antes de dormir, mi papá me preguntaba qué quería ser de grande. Yo ni sabía qué quería ser de grande. Así que él me decía que de grande debía ser ingeniero.

— ¿Y qué hace el ingenierio?

— El ingeniero hace las avenidas, las industrias, procesa los alimentos, dirige las gigantescas máquinas, inventa programas de computadoras, crea robots…

      Mi papá metía al ingeniero civil, electrónico, industrial, y a todos los demás en esa sola palabra: ingeniero. Y como no me aclaraba que había especialidades de ingeniería yo pensaba que el ingeniero lo hacía todo. Así que mi primera opción vocacional, elegida a los cuatro años de edad, era ser ingeniero.

      Para ser ingeniero necesariamente había que ser matemático. Por lo tanto mi primer profesor de matemáticas fue mi papá. Él me enseñó lo más básico de las multiplicaciones: la tabla del uno.

— A ver, Toñao, ¿cuánto es uno por uno?

— ¡Por uno por uno!

— No te dije que repitas. Te pregunté cuánto es uno por uno.

— ¡Por uno por uno!

— Mejor duérmete.

      Ya lo ven. No fui buen matemático, ni ingeniero. Igual, sé que mi papá está orgulloso de mí. Ahora siempre me está preguntando qué es lo último que estoy escribiendo, que cuándo me hago una novela. Tal vez me imagina como Julio Ramón Ribeyro, su cuentista favorito, a quien conoció en persona.

     Si no llevo su apellido y si no viví mi adolescencia con él, son descuidos que le perdono porque, en fin, salí, como dicen, de tal palo tal astilla: un tremendo descuidado con las cosas sumamente importantes, a las que no atiendo por torpe y no por malo. Es el peligro de tomarlo todo a la broma.

     Feliz día.

César Antonio

Comentarios

Entradas populares de este blog

Gasparines

Moscas en verano

Minificciones # 2: El arte de tejer